30ª Marcha del Silencio
Hay silencios envolventes que interpelan, remueven el pasado y penetran más que los sonidos. Son miles de silencios que se acompañan, caminan con la frente alta y pancartas con imágenes de los desaparecidos sobre sus cabezas.
Gustavo Veiga
(Especial para Rel UITA)
26 | 5 | 2025

Foto: Daniel García
Son demasiados silencios que marchan juntos, en bloque, formando un tapiz sobre el asfalto que se pierde sobre la avenida 18 de julio de Montevideo.
En Argentina, al otro lado del Río de la Plata, estamos acostumbrados a rituales parecidos que se repiten hace décadas. Vienen desde lo más profundo de la historia, de luchas con muertos y heridos del pueblo, de protestas, de cicatrices que todavía no han cerrado.
Hermanados en la resistencia y el padecimiento de dictaduras, en confrontar al neoliberalismo criminal que excluye a las mayorías, en la consigna de memoria, verdad y justicia, uruguayos y argentinos sabemos bien qué hacer para sacurdirnos el yugo de unos sátrapas.
Tomar las calles está en nuestro ADN. Ese territorio afín al sentimiento de unidad que marcha ante la adversidad. La incertidumbre en que pretenden sumergirnos. Las desdichas que, lejos de paralizarnos, nos marcan el camino.
La trigésima Marcha del Silencio que encabezaron Madres y Familiares de Uruguayos Detenidos Desaparecidos, la organización que siembra conciencia y aglutina cada 20 de mayo todas las luchas posibles, me recordó a otras tantas marchas en Buenos Aires, donde la democracia empezaba a dar sus primeros pasos.
Podríamos parafrasear a la película La noche de 12 años de Álvaro Brechner. Esa noche que se extendió desde 1973 a 1985 y dejó el tristísimo privilegio para Uruguay de ser el país con mayor cantidad de presos políticos por habitante.
Una estadística que superó en ese rubro al régimen genocida de Videla, Massera y Agosti bendecido por la cúpula de la Iglesia, financiado por el poder económico y sostenido desde el exterior por Estados Unidos.
Cada nación asimiló su pasado como pudo. Argentina, pese a golpes demoledores como las leyes de obediencia debida y punto final en los años 90 de Menem. Uruguay, pese a dos referéndums perdidos y contra la pretensión de caducidad de los crímenes de la dictadura que alentó Julio María Sanguinetti.
Hubo indultos, rebeliones militares, cuartelazos, juicios que se demoraron y, mientras tanto, represores que se iban muriendo sin condena.
Pero mucho peor fue todo lo que soportaron las víctimas del terrorismo de Estado. Como decía Rodolfo Walsh en su carta abierta a las juntas militares, “sin la esperanza de ser escuchado”.
Con madres y padres que jamás pudieron saber dónde llevarles una flor a sus hijos. Hacer su duelo. Cerrar una herida enorme. Poder conocer el paradero de sus nietos cuyas vidas han sido adulteradas. Que portan un DNI con distinto nombre al que deberían haber elegido sus padres y sin la compañía de sus familias biológicas que jamás dejaron de buscarlos.
Jóvenes, ancianos, trabajadores y trabajadoras, profesionales, militantes y observadores sensibilizados, gente de a pie, hicieron de la Marcha del Silencio un hito que acaba de cumplir 30 ediciones.
El trasvasamiento generacional garantiza con la presencia de los estudiantes, más movilizaciones en el futuro. Todo comenzó en mayo de 1996 y todo indica que seguirá la concientización entre los jóvenes. Ellos deberán afrontar la disputa por el sentido en los próximos años con los grupos de extrema derecha que todavía niegan el pasado.
Hay una renovada expectativa en avances tangibles para los derechos humanos. Por ahora es tenue porque los militares de la dictadura ocultan la verdad, la mantienen secuestrada.
El cuarto gobierno del Frente Amplio tiene ahora la palabra y las herramientas para llevar justicia y reparación donde aún faltan.
La Marcha del Silencio es un capital simbólico que en la mejor tradición de lucha de nuestros pueblos parece aquella utopía de la que hablaba Eduardo Galeano, un gran uruguayo. Es como la línea del horizonte. Damos un paso y se aleja otro. Sirve para caminar hacia ella sin detenerse.