Bolsonaro, de caudillo a reo
Carlos Amorín
12 | 9 | 2025

Imagen: Allan McDonald’s
Brasil acaba de ingresar en un territorio inexplorado. La condena a 27 años y tres meses de cárcel contra Jair Bolsonaro por intento de golpe de Estado no solo clausura una etapa política, sino que también abre un frente de tensiones institucionales que pondrá a prueba la solidez de la democracia brasileña.
Nunca antes un expresidente había sido juzgado ─y mucho menos condenado─ por conspirar contra el orden constitucional. La decisión de la Primera Sala del Supremo Tribunal Federal, con cuatro votos a favor y uno en contra, eleva el listón estableciendo que los ataques a la democracia no pueden quedar impunes ni ser tratados como simples “excesos” políticos.
La narrativa de Bolsonaro, que durante años sembró dudas sobre las urnas electrónicas y alentó a sectores militares a desconocer la victoria de Lula, quedó judicialmente desarmada. El Supremo lo consideró el jefe de una organización criminal cuyo objetivo era impedir la transición democrática.
La irrupción violenta en Brasilia en 2023 ya no es interpretada como una protesta espontánea de seguidores enfurecidos, sino como la consecuencia directa de un plan alentado desde la cúpula bolsonarista.
Ese encuadre cambia la historia reciente: el expresidente no es un líder atrapado por la furia de sus bases, sino el artífice de la tormenta.
El fallo también alcanza a tres generales y un almirante retirados, lo que significa un golpe inédito al prestigio de las Fuerzas Armadas, tradicionalmente reacias a ser juzgadas por sus incursiones en la política.
La condena anula la ambición electoral de Bolsonaro, ya inhabilitado hasta 2030, pero no disuelve el fenómeno político que encarna. Su movimiento conserva millones de seguidores, estructura territorial y capacidad de presión parlamentaria. De hecho, ya se escuchan voces en el Congreso reclamando una amnistía que podría abrir un choque frontal con el Supremo.
La derecha radical brasileña, más que desmovilizarse, apunta a de convertir a su líder en mártir judicial, reforzando el discurso de la “persecución política”.
La sentencia trasciende las fronteras de Brasil. Donald Trump y sectores republicanos en Estados Unidos denuncian un “juicio político”, en un eco transnacional de las batallas contra las instituciones democráticas. Este paralelismo refuerza la conexión entre ambos movimientos y anticipa turbulencias diplomáticas.
Para el presidente Luiz Inácio Lula da Silva, el fallo es un triunfo político: refuerza la legitimidad de su mandato y lo coloca como garante del orden democrático. Pero también le plantea un dilema: cómo administrar una sociedad partida en dos sin dar combustible a la narrativa de victimización bolsonarista.
El mensaje del Supremo es claro y trasciende Brasil: los golpes no son negociables ni prescriben en nombre de la gobernabilidad. En un continente donde resurgen tentaciones autoritarias, el caso Bolsonaro funcionará como faro y advertencia, especialmente para Javier Milei, envuelto en denuncias por corrupción y por gobernar a menudo en la zona gris de la legalidad.
En esta ocasión, la justicia brasileña se coloca a la altura de las exigencias éticas y jurídicas de una democracia que intenta estabilizarse en la región. Cabe recordar que Donald Trump fue liberado de cargos similares por su participación obvia en la asonada de 2020 en Estados Unidos por un sistema judicial totalmente corrupto y sometido al poder político de turno.
El desenlace, sin embargo, está lejos de estar escrito. Entre un líder condenado que aún conserva base social, un Congreso tentado por la amnistía y unas Fuerzas Armadas heridas en su orgullo, Brasil se adentra en un escenario de alta tensión.
La historia acaba de girar una página decisiva, pero el libro sigue abierto.