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América Latina y la adicción a los agrotóxicos

Soja: huele como el dinero,
arde como el infierno

Carlos Amorín

5 | 11 | 2025


Foto: Gerardo Iglesias

En los últimos 30 años los países del Cono Sur han multiplicado sus cosechas, sus divisas y sus hectáreas cultivadas, pero el precio que están pagando es invaluable.

Un estudio reciente del Instituto Escolhas y del Instituto Folio reveló que en Brasil el uso de herbicidas en la producción de soja aumentó un 2.274 por ciento entre 1993 y 2023. El dato confirma una verdad penosa: el motor de la “revolución verde” sudamericana funciona a base de químicos.

La cifra es tan exorbitante como reveladora. Brasil no solo lidera la producción de soja del planeta, también encabeza el ranking regional del uso de herbicidas. Lo que comenzó como una práctica conservacionista ─la siembra directa, que evita remover el suelo y reduce la erosión─ terminó generando un efecto colateral devastador: la proliferación de malezas resistentes y la necesidad de usar cada vez más agrotóxicos para controlarlas.

“Sin rotación de cultivos ni cobertura viva del suelo, la siembra directa aislada sustituye un impacto negativo ─la erosión─, pero por otro lado multiplica el uso intensivo de pesticidas”, explica Jaqueline Ferreira, coordinadora del estudio. Y ese intercambio, advierten los especialistas, no es gratuito: el suelo pierde vida microbiana, el agua se contamina y la rentabilidad se erosiona a largo plazo. En 1993, un kilo de agrotóxicos producía 23 sacas de soja; hoy, apenas siete.

Una región bajo el mismo modelo

El fenómeno no se limita a Brasil. En Argentina la adopción total de soja transgénica resistente a herbicidas durante las últimas dos décadas transformó el paisaje pampeano en una interminable alfombra monocromática.

En los 90 el país utilizaba unos 34 millones de litros de agrotóxicos; para 2013, la cifra había superado los 300 millones de litros.

El glifosato ─herbicida emblemático de la soja transgénica─ se convirtió en símbolo de una época: el insumo indispensable del modelo exportador.

Paraguay siguió un camino parecido, aunque más vertiginoso. Hoy, el 98 por ciento de la soja cultivada en el país es transgénica, resistente al glifosato.

Entre 2011 y 2021 las importaciones de herbicidas se multiplicaron por cuatro, pasando de 8.800 a más de 41.000 toneladas. Cada año se aplican decenas de millones de litros de glifosato y otros productos en las planicies del Alto Paraná y el Itapúa. En comunidades campesinas, el relato es aterrador: cultivos tradicionales arrasados por deriva química, intoxicaciones, pérdida de biodiversidad, desplazamiento, miseria y muerte.

En Bolivia el giro ocurrió después de 2005, cuando se autorizó el uso de soja transgénica. En apenas una década el volumen de agrotóxicos ─incluidos los herbicidas─ se cuadruplicó, pasando de unas 10 mil a 40 mil toneladas anuales. Los herbicidas representan hoy alrededor del 35 % del total de agroquímicos usados en el país. La llanura cruceña, emblema del boom sojero, concentra el grueso del consumo. El costo ecológico, invisible en las cuentas nacionales, se paga con degradación del suelo y contaminación de fuentes de agua.

En Uruguay, aunque la escala es menor, la tendencia es la misma. Las estadísticas oficiales indican que en 2020 se importaron casi 20 mil toneladas de agrotóxicos, y los herbicidas constituyen la mayoría. La expansión de la soja ─que pasó de 37 mil hectáreas en 2001 a más de un millón una década después─ trajo consigo el paquete tecnológico completo: glifosato, siembra directa, monocultivo. El modelo, tan rentable en la fase de precios altos, dejó su huella en los suelos y en la economía rural: menos productores, más concentración.

En Chile la soja tiene presencia marginal, concentrada en el sur y destinada sobre todo a alimento animal. Sin embargo, su cultivo sigue el modelo del agronegocio regional: semillas transgénicas importadas y uso intensivo de herbicidas como glifosato. Aunque el país no figura entre los grandes productores, adopta las mismas prácticas de dependencia química que ya devastan suelos y biodiversidad en Argentina y Brasil, bajo una débil regulación ambiental. Y guarda bajo sus viñedos y plantaciones frutícolas una silenciosa tragedia química.

Mientras Europa prohíbe cientos de plaguicidas, en Chile se usan sin control ni transparencia. El campo chileno, motor de divisas, es también un laboratorio tóxico: trabajadores enfermos, suelos degradados y comunidades rurales expuestas. El Estado mira a otro lado, subordinado al agronegocio y sus ganancias inmediatas.


Foto: Gerardo Iglesias
Dependencia química y agotamiento

El aumento del uso de herbicidas tiene un denominador común: la promesa incumplida de la tecnología como redención. La siembra directa y las semillas transgénicas fueron presentadas como soluciones modernas a los males de la agricultura tradicional: erosión, baja productividad, costos elevados. En la práctica, achicaron un problema para crear otro muchísimo peor.

El glifosato, ya de por sí dañino, perdió eficacia ante la aparición de malezas resistentes. El resultado es un espiral químico: más aplicaciones, mezclas más tóxicas, nuevos productos. Entre 2013 y 2023, el gasto en semillas, agrotóxicos y fertilizantes en Brasil aumentó un 8 % anualmente. La rentabilidad, como se advirtió reiteradamente, se reduce cada vez más en la medida en que el productor depende de la utilización de mayores cantidades de insumos externos.

El estudio del Instituto Escolhas advierte que el modelo químico de producción está alcanzando su límite biológico. El suelo brasileño ─y, por extensión, el latinoamericano─ se está empobreciendo en microorganismos esenciales para la fertilidad. El ecosistema microbiano, responsable de reciclar nutrientes y retener agua, se asfixia bajo una capa de agroquímicos. La publicitada eficiencia productiva oculta una pérdida estructural devastadora.

¿Un cambio posible? Quizás, pero no espontáneo

A pesar del diagnóstico sombrío, el informe brasileño no renuncia a la esperanza. Sostiene que la soja, que ocupa casi la mitad del área cultivada del país, podría liderar una transición hacia prácticas agrícolas más sostenibles. Pero para eso hacen falta políticas públicas, incentivos económicos y, sobre todo, voluntad política.

Las recomendaciones son concretas: ampliar el uso del sistema completo de siembra directa (con rotación, abono verde y cobertura viva), incluir la protección biológica de plantas en los planes de bioinsumos, aumentar la inversión en fertilizantes orgánicos y bioplaguicidas, y fortalecer la asistencia técnica a los productores. En otras palabras: dejar de depender del bidón. Otro mundo.

La dificultad es que el sistema actual no solo es agronómico, es económico y geopolítico. Las grandes corporaciones proveedoras de insumos dominan toda la cadena productiva, y los gobiernos ─dependientes de las exportaciones agrícolas─ prefieren mirar hacia otro lado. En 2024, la soja representó más del 46 por ciento del área cultivada de Brasil y una porción similar de sus ingresos por exportaciones agrícolas. El veneno se volvió parte del modelo de desarrollo.

El límite de la rentabilidad

El auge de la soja fue celebrado por el neoliberalismo como símbolo del progreso latinoamericano. Pero cada hectárea robada a la biodiversidad natural, cada litro de herbicida aplicado, deja una deuda ambiental y social. El rendimiento aparente oculta una rentabilidad decreciente y una dependencia peligrosa: la del químico como sustituto de la gestión ecológica.

En los laboratorios del agronegocio la palabra “transición” suena a amenaza. En los campos, a necesidad. Porque no se trata solo de producir más, sino de producir distinto. El suelo, el agua y la salud de las comunidades rurales son capitales invisibles que no se reponen con un crédito o una exportación más.

Mientras tanto, la cifra de Brasil ─ese 2.274 por ciento de aumento en el uso de herbicidas─ no es solo un dato técnico, es un espejo donde se reflejan los países del sur. En él se puede leer la historia de una agricultura que se prometió moderna y terminó esclavizada en su propia dependencia.

Y, quizás, también la posibilidad de un viraje: la de una región que entienda que la verdadera soberanía no está en la exportación récord, sino en la capacidad de cuidar su tierra antes de que sea demasiado tarde.


Foto: Gerardo Iglesias
Fuentes: Instituto Escolhas & Instituto Folio, Embrapa, GeneWatch y Ageconsearch, Global Forest Coalition, Redes.org.uy, Cambridge.org