Morir en la puerta del gigante
vale más que dos vidas
Carlos Amorín
7 | 7 | 2025

Foto: Difusión
Hay noticias que son un puñetazo en el estómago. Que desnudan, con una crueldad insoportable, la asimetría grotesca entre el poder corporativo y la fragilidad humana.
El hecho ocurrió en Brasil. No es una estadística, es una tragedia con nombre, aunque la víctima sea una trabajadora anónima, una inmigrante venezolana cuyo único pecado fue que su cuerpo decidiera traer vida al mundo en el momento menos oportuno para la maquinaria productiva.
El escenario es un frigorífico en Mato Grosso. El gigante es BRF, Brasil Foods, un coloso alimentario cuyos productos (pollos, embutidos, procesados) llenan las góndolas de 150 países. BRF no es una empresa de garaje, es una multinacional que cotiza en Bolsa, con programas de responsabilidad social y comités multidisciplinarios. Un gigante con
pies morales de barro.
Los hechos, según la reciente sentencia judicial, son simples y brutales. Una operaria, embarazada de ocho meses de gemelas, siente dolores intensos, náuseas, la vida pujando por salir. Pide ayuda a su superior. La respuesta es una orden: no se puede parar la línea de producción. La eficiencia del despiece de pollos está por encima del parto inminente de una mujer.
La trabajadora, abandonada a su suerte, sale por sus propios medios y se desploma en un banco, a metros de la entrada. Allí, en el umbral de la empresa que le negó el auxilio, da a luz a sus dos hijas. Ambas mueren minutos después.
La respuesta de BRF es un manual de deshumanización corporativa. Ante una condena de 150.000 reales (unos 27.400 dólares, el precio que un tribunal le puso a dos vidas truncadas y a una madre destrozada), la empresa no solo apela, sino que busca reducir la indemnización. Su defensa es aún más hiriente que su negligencia.
Alegan que el parto ocurrió “fuera de sus instalaciones”, en un lugar público, como si unos metros de distancia borraran su responsabilidad. Peor aún, culpan a la víctima, argumentando que rechazó la atención médica interna y, en un alarde de crueldad burocrática, que “un parto suele durar entre ocho y 12 horas”, insinuando que la trabajadora tuvo tiempo de sobra.
Este no es un incidente aislado. Es el síntoma de una patología. El mismo supervisor ya había sido denunciado por acoso moral a otras embarazadas. Y este drama resuena con otro casi idéntico ocurrido semanas antes en una maquiladora en México, donde otra madre también perdió a sus gemelos tras dar a luz en la calle porque le negaron el permiso para salir.
Son dos espejos terribles que reflejan la misma imagen: un sistema donde el trabajador es una pieza reemplazable, un engranaje cuyo bienestar es secundario a la meta de producción. La vida humana, y en este caso dos que ni siquiera alcanzaron a empezar, se convierte en un daño colateral, una externalidad que se gestiona con comunicados de prensa y apelaciones judiciales.
BRF asegura tener una política de apoyo a embarazadas desde 2017 y que ahora creó un “comité” para investigar el caso. Palabras huecas frente a la realidad de dos pequeñas tumbas. La desproporción es total: de un lado un conglomerado global con ejércitos de abogados, del otro, una mujer que lo perdió todo en la parada de un autobús, mientras tanto, dentro de la planta, la línea de producción seguía funcionando. Sin interrupciones.