Del estómago vacío a una “conquista histórica”
Casi 25 millones salen de la zona del hambre
Carlos Amorín
13 | 8 | 2025

Imagen: Maxis (Cartonclub)
En Brasil las estadísticas suelen ir y venir como las mareas, pero hay cifras que marcan un antes y un después. Esta semana la FAO certificó que el país más grande de América Latina salió del “Mapa del Hambre”, esa cartografía vergonzante donde se inscriben los países incapaces de garantizar un plato de comida a su gente.
No se trata de una victoria menor. En tres años, 24,4 millones de brasileños y brasileñas dejaron de padecer inseguridad alimentaria severa. Son vidas concretas, rostros de quienes ya no miden el día por el tamaño del ayuno. Lula da Silva, que volvió al poder en 2022 con el hambre como su enemigo íntimo, celebró el logro como “una conquista histórica”. La meta era alcanzarlo en 2026, al final de su mandato. Llegó antes. ¡Bravo!
La clave estuvo en desempolvar una receta que ya había funcionado: el Pan Bolsa Familia, transfiriendo dinero a las familias más pobres con una condición: que sus hijos estudien y se vacunen, y alrededor tejer un entramado de apoyo: acopios de alimentos (bancos), cocinas solidarias, créditos para la agricultura familiar, aumento real del salario mínimo.
Con estos instrumentos en 2014 Brasil ya había dejado atrás el hambre estructural, pero la recesión, el desmontaje de políticas sociales durante el gobierno de Jair Bolsonaro y la pandemia borraron en tres años lo que había costado más de una década construir. Ahora, la remontada llega con cifras que entusiasman incluso a quienes miran a Lula con desconfianza: pobreza extrema en 4,4% (mínimo histórico), desempleo en 6,6% (mejor dato desde 2012) y desigualdad en su nivel más bajo jamás registrado.
En 2024, bajo su presidencia del G-20, Brasil impulsó la Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza, una red que ya agrupa a más de 100 países. El concepto es claro: no se trata solo de enviar fondos, sino de compartir políticas que funcionaron. La fórmula brasileña puede adaptarse, con matices, en muchos rincones del planeta.
El ministro de Desarrollo y Asistencia Social, Familia y Combate al Hambre Wellington Dias lo resumió con tono de promesa: “Salir del Mapa del Hambre es apenas el principio. Queremos justicia alimentaria, soberanía y bienestar para todos”.
Pero el camino no está libre de obstáculos. El costo de una dieta saludable sigue fuera del alcance de millones, la inflación de alimentos muerde el bolsillo de los más pobres y la FAO advierte que la seguridad alimentaria debe convertirse en política de Estado, a salvo de los vaivenes electorales.
Brasil está hoy mejor que el promedio mundial (8,2% de la población con hambre) y regional (5,1%). Sin embargo, la meta de la ONU de erradicar el hambre en 2030 se ve lejana: dentro de cinco años, 512 millones de personas seguirán yéndose a dormir con el estómago vacío, la mayoría en África.
Salir del Mapa del Hambre es una victoria simbólica y práctica. Pero como bien lo sabe Lula ─y lo recuerda con insistencia─, no basta con comer: hay que comer bien. No es solo llenar el estómago, sino alimentar el cuerpo y la dignidad. El hambre no es un castigo divino ni un destino inevitable: es el resultado de decisiones políticas. Y, como tales, pueden cambiarse.
Si el hambre es una cuestión de decisiones políticas, también lo fue su regreso. El mapa al que hoy Brasil le da la espalda fue la consecuencia directa de otras prioridades, otros discursos y otros silencios. A veces, no es la naturaleza la que arrasa las cosechas, es la política la que arrasa las mesas.
En tiempos de resignación global Brasil demuestra que se puede torcer el rumbo, que el hambre, esa herida antigua, no es invencible, y que quienes lo niegan quizá solo quieran ocultar esa evidencia.
Falta mucho, pero el camino para que en cada hogar la mesa deje de ser un espacio de angustia y vuelva a ser un lugar de encuentro está marcado.