Brasil, 50 años después del golpe de Estado
Con Jair Krischke
Esa eterna transacción
Brasil, 50 años después del golpe de Estado
Foto: Gerardo Iglesias
Desde que en 1985 salió de la dictadura iniciada dos décadas antes Brasil está viviendo en una transición que se eterniza y que tira para adelante todos los temas conflictivos, en particular los relativos a las violaciones a los derechos humanos, dijo a La Rel Jair Krischke, presidente del Movimiento de Justicia y Derechos Humanos de ese país.
A sus 70 y pico de años, Krischke sigue siendo uno de los principales animadores de las organizaciones que exigen que la dictadura, y en general el pasado reciente, deje de ser un tema tabú en Brasil.
“Tengo una persistencia a toda prueba que tal vez me dé la edad”, dice a La Rel.
En la propia década de los setenta -años de plomo y guerra sucia si los hubo en el Cono Sur de América Latina,- Krischke jugó un papel clave, junto a otros militantes humanitarios, abogados e incluso periodistas, en el salvataje de resistentes antidictatoriales de países vecinos (Argentina, Uruguay) que se hallaban en Brasil y que de otra forma hubieran alargado las listas de víctimas del Plan Cóndor de cooperación entre los regímenes militares de la zona.
“El salvador de 2.000 vidas”, se lo llamó durante un homenaje que le tributó el Senado de su país en 2011.
Desde aquellos tiempos, y hasta ahora, este activista gaúcho no ha dejado de reclamar, a menudo en escasa compañía, el esclarecimiento de las violaciones a los derechos humanos durante las dictaduras de la región y el castigo a quienes las cometieron.
“Hoy hay mejor clima para eso, porque se está hablando más del pasado reciente, incluso en la prensa y entre los jóvenes, pero las señales que vienen desde arriba no son muy positivas”, dice.
-¿Ni siquiera la instalación de la Comisión Nacional de la Verdad por la presidenta Dilma Rousseff significó un progreso?
-Lo que pasa es que la Comisión es un organismo muy acotado. Cuando se formó, nosotros lo vimos como algo importante, pero objetamos algunas cosas.
Por un lado, el período que debe cubrir es demasiado vasto. Abarca de 1946 a 1988, de Constitución democrática a Constitución democrática, y nosotros pensamos que era mejor que se concentrara en los 21 años de dictadura, que ya son suficientemente vastos.
Tiene además muy pocos integrantes, unos 14, cuando por ejemplo la Comisión de la Verdad de Sudáfrica cuenta con 450. Y además no han avanzado en mucha cosa.
¿Hacia un Punto Final a la brasileña?
-¿Cómo es eso?
–Lo que ha difundido es muy parecido a lo que ya sabíamos. Repitió investigaciones ya realizadas por la sociedad civil, y en terrenos que serían novedosos e importantes de investigar no fue demasiado lejos. Es algo preocupante, porque cuando presente su informe final, en diciembre, se va a poner un punto final al tema. Es lo que se pretende desde el poder político.
-Decías que la Comisión no avanzó en temas que hubiera sido importante conocer…
-Las violaciones a los derechos humanos contra los campesinos y los indios son un tema pendiente. Muy poco se sabe al respecto. Organizaciones de la sociedad civil recabaron 351 mil documentos que pretendían incorporar a los trabajos de la Comisión, pero una comisionada dijo que no se trataba de algo importante. Algo irrisorio si no fuera penoso.
Por otra parte, descubrimos que el hijo de un represor que asesinó a indígenas está trabajando en el organismo. Cuando se discutió la composición de la Comisión de la Verdad nosotros mismos admitimos que no debía haber en ella familiares de víctimas, para preservar cierta distancia, pero obviamente tampoco debía haber familiares de victimarios. Al igual que a nuestras otras observaciones, a ésta no lo tomaron en cuenta.
Creo que los miembros de la Comisión están más preocupados en presentar su informe y cerrar este capítulo que en otra cosa. Es parte de lo que nosotros, en el Movimiento de Justicia y Derechos Humanos, venimos afirmando hace muchos años: que en Brasil no ha habido transición de la dictadura a la democracia sino transacción.
-¿Podrías profundizar en ese punto?
-Remonta a mucho tiempo, a los años previos al golpe del 1 de abril de 1964 que derrocó a Joao “Jango” Goulart.
En 1961 hubo un primer intento de golpe, cuando renunció a la presidencia Janio Quadros y el que debía remplazarlo era su vice, Joao Goulart. Los militares no querían que Goulart se hiciera cargo de la presidencia y entablaron negociaciones con él. Jango estaba en China y regresó lentamente a su país, haciendo escala en Montevideo, que se convirtió entonces en el centro de la política brasileña.
En Uruguay tuvieron lugar negociaciones con los militares, que aceptaron que Jango asumiera la presidencia a cambio de que hubiera un cambio de régimen político, de presidencialista a parlamentario. Goulart podría reinar pero no gobernar.
Jango dijo que sí, y en función de ese pacto nombró como jefe de gobierno a un hombre de los militares, Tancredo Neves. Después se movió muy hábilmente y plebiscitó la vuelta al régimen presidencialista, ampliamente respaldada por el pueblo brasileño. Goulart quebró el pacto y pretendió hacer un cambio radical, una revolución, dentro de los marcos del capitalismo pero revolución al fin, y eso le costó el cargo, en 1964.
Veintiún años más tarde, en 1985, tras las mayores movilizaciones populares que haya habido en la historia nacional, por la “elección directa ya” del presidente de la república, quien apareció en escena como hombre de los militares fue otra vez Tancredo Neves.
La dictadura resistió a los reclamos populares y logró que el presidente no fuera electo por el pueblo sino por el parlamento: la designación recayó en Neves, y comenzó una nueva transacción. Los militares se retiraban pero dejaban todo bien atado.
Herencias
-¿Se prolonga hasta hoy esa transacción?
-Sí, y se lo ve en muchos aspectos. Por ejemplo: hasta el día de hoy no ha habido en Brasil ningún responsable del golpe del 1 de abril de 1964 que haya sido molestado. Ni militar, ni policial, ni civil. Cada vez que a la justicia le llega algún caso de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, los propios acusados ponen el grito en el cielo, dicen “qué horror”, y no pasa nada.
La presidenta Dilma Rousseff reconoció en estos días la existencia de una transacción, cuando dijo, de manera insólita, que ya se ha avanzado mucho en el plano de los derechos humanos y atribuyó eso que consideró avances a una concertación en el ámbito político.
El gobernador de Río Grande do Sul, Tarso Genro, declaró a su vez que cuando era ministro de Justicia en el gobierno de Luis Inácio Lula da Silva, el presidente lo frenó en sus intentos de revisar la ley de amnistía a los militares aprobada bajo la propia dictadura.
Los compromisos que tenemos no pueden admitir que esto se discuta al interior del gobierno, le dijo Lula a Genro. Son cosas que fragilizan a la democracia.
Tenemos además demasiadas herencias de la dictadura.
-¿Cómo cuáles?
-Por ejemplo el hecho de que el Poder Ejecutivo tenga el poder imperial que tiene. A veces lo negocia con el parlamento, pero lo hace comprando voluntades de legisladores, una verdadera vergüenza que se viene reiterando gobierno tras gobierno.
Ese es un mecanismo de funcionamiento muy aceitado en Brasil, porque aquí la dictadura no cerró al Poder Legislativo: el parlamento siguió funcionando y fue funcional a los intereses de los militares en el poder, aprobando todo lo que le venía de arriba.
Otra herencia: la de las policías militares, que sustituyeron en 1968 a los ejércitos privados de los gobernadores de los estados. Lamentablemente, la Constitución ciudadana de 1988 avaló a estos cuerpos represivos, formados en una concepción del orden público totalmente retrógrada, bestial, como se vio durante las manifestaciones populares de junio pasado, cuando socializaron la violencia a un grado superlativo, repartiendo palos a diestra y siniestra.
Recién ahora se está discutiendo el papel de estos instrumentos de represión.
Pero es en el campo de la justicia en relación a las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura que la transacción ha operado más abiertamente. Como decía antes, Brasil no ha hecho nada en este terreno.
En los países vecinos, en Argentina, Chile, Uruguay, en mayor o menor grado ha habido niveles de castigo a los violadores de los derechos humanos: hay coroneles, generales y algún civil preso. Aquí no.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Brasil por el hecho de que la ley de amnistía es inválida en razón de que, según lo establece la jurisprudencia contemporánea, los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles.
El fallo de la CIDH dice que se tienen que buscar los cuerpos de los desaparecidos y entregarlos a sus familiares, reparar económicamente a los deudos y enjuiciar a los responsables de los delitos.
Dice también que el texto de esta resolución debe ser publicado en diarios de circulación nacional. Hasta hoy ninguno de esos puntos se ha cumplido. Hay otras causas que van a terminar seguramente en nuevas condenas del Estado brasileño, pero la postura del gobierno es mantenerse impertérrito.