
Desde entonces comenzó una nueva odisea para Gustavo. Lo arrestaron, lo interrogaron, y le impidieron salir de Honduras.
El 6 de marzo, cuando intentaba tomar un avión con destino a su país en el aeropuerto de Tegucigalpa, la policía lo retuvo por orden de una justicia que se ha encargado más de poner palos en la rueda a la investigación, que en promoverla y obliga a Castro a permanecer en Honduras al menos por un mes como testigo supuestamente “protegido”.
Los compañeros de Castro en la ONG mexicana Otros Mundos AC/Chiapas temen que se intente trasladarlo al departamento de Intibucá, donde él y Bertha Cáceres fueron atacados por los pistoleros, y que allí su vida se vea aún más amenazada.
Denuncian igualmente que la justicia y la policía se han movido de manera por lo menos dudosa en el caso, intentando marear la perdiz y sugiriendo que el crimen podría haberse cometido por motivos “pasionales” (dos compañeros de Cáceres en el Consejo Cívico Popular Indígena de Honduras, COPINH, fueron “investigados” por ese motivo) o por robo.
También consideran “extraño” que a Castro se le niega el acceso a sus propias declaraciones, que él ha reclamado.
El 10 de marzo, el relator especial de Naciones Unidas sobre la Situación de los Defensores de los Derechos Humanos, el francés Michel Forst, pidió a Honduras que permita el regreso de Castro a su país. La cancillería mexicana se movió en la misma dirección, pero Honduras no responde.
Bertha Cáceres había denunciado repetidas veces la complicidad de hecho de las autoridades hondureñas con los pistoleros a sueldo de grandes transnacionales que han asesinado a decenas de activistas sociales (indígenas, ecologistas, campesinos, sindicalistas) en los últimos años.
Las últimas amenazas habían estado relacionadas con su oposición a la construcción de la represa de Agua Zarca, vinculada a su vez con proyectos mineros.
Gustavo Castro, autor del libro Las aguas negras de la Coca Cola y del manual La mina nos extermina, la secundaba en esa lucha. Y puede esperarle el mismo destino.