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La sangría de líderes latinoamericanos

El silenciado eco de la resistencia

En Latinoamérica, defender la tierra, el agua o la dignidad humana sigue siendo, en demasiados casos, una condena de muerte. En 2024, la región registró 257 asesinatos de defensores de derechos humanos, según el informe más reciente de Front Line Defenders. Esta cifra representa el 80 % de las muertes a nivel mundial y un incremento del 9 % respecto a 2023.

Carlos Amorín

2 | 10 | 2025


Imagen: Allan McDonald`s – Rel UITA

El patrón se repite con la misma crudeza que en años anteriores: líderes comunitarios, indígenas y ambientales son perseguidos, criminalizados o asesinados por enfrentarse a intereses económicos y territoriales. Una violencia sistemática que atraviesa fronteras y desnuda la complicidad —por acción u omisión— de Estados incapaces o reacios a proteger a quienes alzan la voz.

Colombia: la espiral de impunidad

Por séptimo año consecutivo, Colombia encabeza el listado de la muerte con 157 asesinatos. En regiones como Cauca o Magdalena Medio, donde los acuerdos de paz de 2016 deberían haber traído alivio, los grupos armados disidentes, el crimen organizado y las disputas territoriales han recrudecido la violencia.

La organización Somos Defensores documentó además 727 agresiones contra 655 personas durante 2024. Aunque el número total bajó levemente respecto a 2023, la conclusión es desalentadora: el riesgo no ha disminuido, solo se ha transformado. El miedo, el silencio y la impunidad siguen siendo la norma. Apenas el 17 % de los asesinatos llega a una sentencia condenatoria, según la Fiscalía.

Mientras tanto, defensores como Carmelina Yule Paví, asesinada en el Cauca, se convierten en símbolos trágicos de una guerra no reconocida contra quienes intentan frenar el reclutamiento forzado de niños o el despojo de tierras.

México: la maquinaria de la criminalización

En México el informe revela un rostro distinto de la persecución: la criminalización judicial. Aunque 32 defensores fueron asesinados en 2024, lo más preocupante es el uso del sistema penal como arma de silenciamiento.

Casos como el del líder zapoteco Pablo López Alavez, condenado a 30 años tras un proceso señalado como fabricado, o el de la defensora amuzga Kenia Hernández, sentenciada a más de 21 años por supuestos delitos de robo, ilustran lo que Front Line Defenders describe como un patrón: el Estado y las corporaciones alineados contra quienes cuestionan megaproyectos extractivos.

El Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA) registró además 25 asesinatos de defensores del territorio en 2024 y 77 líderes ambientales procesados penalmente. La mayoría de las víctimas eran indígenas y campesinos que resistían proyectos impuestos sin consulta previa.

Guatemala: la masacre invisible

En Guatemala, los asesinatos se quintuplicaron en un año: de cuatro en 2023 a 20 en 2024. La Unidad de Protección a Defensoras y Defensores (Udefegua) habla de una cifra histórica, la más letal en un cuarto de siglo.

La violencia se ensañó con mujeres. Más de 40 integrantes de la comunidad Chirrix Tzul, incluidas ocho defensoras, denunciaron agresiones sexuales y físicas por parte de grupos armados que buscaban controlar sus tierras. Luego, empresarios intentaron criminalizarlas con cargos de “usurpación” y “robo agravado”.

Rigoberto Juárez, coordinador del Gobierno Ancestral Plurinacional maya, sigue enfrentando un proceso judicial iniciado en 2015 tras oponerse a proyectos hidroeléctricos sin consulta. Y en la comunidad de Dos Fuentes se emitieron más de 300 órdenes de captura contra pobladores indígenas Poqomchi’.

Udefegua resume el panorama: el 89 % de las denuncias en el Ministerio Público son desestimadas o archivadas. En la práctica, el Estado guatemalteco no protege a sus defensores: los expone.

Una cartografía del riesgo

Los números del informe dibujan una cartografía siniestra: Brasil reportó 15 asesinatos, Perú nueve, Honduras cinco, Nicaragua cuatro, Ecuador tres. El Salvador y Venezuela registraron uno cada uno.

Las víctimas son mayoritariamente defensores ambientales e indígenas. El 20,4 % de los asesinados en 2024 eran líderes ambientales y el 18 % indígenas. En muchos casos, su muerte estuvo ligada a la resistencia contra proyectos extractivos. Al menos 59 asesinatos en 16 países tuvieron conexión directa o indirecta con intereses empresariales.

La organización Global Witness, por su parte, contabilizó 120 defensores latinoamericanos asesinados o desaparecidos en 2024, de un total de 146 en el mundo. Desde 2012, la cifra asciende a 2.253 homicidios: un defensor cada dos días.

La impunidad como sistema

La violencia no es azarosa. Los informes coinciden en que los principales responsables son actores no estatales —grupos armados, paramilitares, sicarios, crimen organizado—, pero también Estados que criminalizan, permiten o encubren.

En 2024, casi el 30 % de los asesinatos no tuvo autor identificado. En el 36 % se responsabilizó a actores no estatales, y en el 12 % a agentes estatales. En todos los casos, la impunidad alimenta la repetición.

Los mecanismos de protección, cuando existen, resultan insuficientes. En Colombia, más de 5.000 defensores cuentan con medidas oficiales, pero muchas veces se limitan a escoltas o patrullajes esporádicos, incapaces de enfrentar estructuras armadas que operan en connivencia con élites locales y poderes económicos.

Amazonia, epicentro de la violencia

La Amazonia concentra una parte significativa de los crímenes. En Brasil, comunidades Guaraní-Kaiowá y Ava Guaraní fueron atacadas por milicias armadas. En Perú, líderes como Gerardo Keimari y Mariano Isacama, de pueblos Matsiguenka y Kakataibo, fueron asesinados.
Desde 2014, al menos 296 defensores han muerto en la Amazonia, un territorio codiciado por mineros, taladores, narcotraficantes y grandes empresas. La defensa de este pulmón planetario se paga con la vida.

Una pregunta urgente

El próximo noviembre, en Belém do Pará, Brasil, se celebrará la COP30. Allí, frente a los jefes de Estado y ejecutivos de corporaciones, resonará una pregunta: ¿cómo evitar la sangría de activistas?

Porque mientras los discursos oficiales hablan de transición energética y lucha contra el cambio climático, en los territorios la realidad es otra: proyectos extractivos sin consulta, militarización de comunidades y un goteo de asesinatos que no se detiene.

Rachel Cox, de Global Witness, lo resume con crudeza: “Tratan a quienes defienden el ambiente y el territorio como si fueran un estorbo, cuando son en realidad los canarios en la mina que avisan de la catástrofe”.

En Latinoamérica, los defensores de derechos humanos son guardianes incómodos de una tierra que vale más que sus vidas para quienes la explotan. Y la región, convertida en el cementerio de quienes resisten, carga con un signo trágico: aquí, cuidar la vida suele costar la propia.