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La pandemia y los hechizos del capitalismo
Negras tormentas agitan los aires
Si estaremos poseídos, si estaremos ideológicamente embrujados que a ningún estado se le ha ocurrido la idea que las vacunas para combatir la pandemia de coronavirus deberían ser consideradas un bien común y exigir que se les trate como tal, cuando se sabe que buena parte de los fondos que han recibido las farmacéuticas para producirlas han sido precisamente públicos.
Daniel Gatti
Foto: Gerardo Iglesias
Un informe de la BBC difundido el 15 de diciembre a partir de información de la empresa de análisis de datos científicos Airfinity señala que hasta esa fecha los gobiernos llevaban invertidos 8.600 millones de dólares en la búsqueda y desarrollo de vacunas y que otros 1.900 millones habían provenido de organizaciones sin fines de lucro.
La inversión propia de las empresas se había limitado a su vez a 3.400 millones de dólares y muchas de esas compañías dependían “en gran medida de financiación externa”.
Así las cosas, uno de los sectores que se proyecta para sacar las mayores tajadas de esta crisis es de los laboratorios y las grandes farmacéuticas.
¿Debería ser así, es eso justo?, se preguntó la holandesa Ellen ‘t Hoen, directora del grupo de investigación Ley y Política de Medicamentos. ¿Por qué los gobiernos no exigieron contrapartidas a las empresas que financiaron con dinero de todos sus ciudadanos?
Y no tiene por qué haber dinero de por medio para exigir algo que debería ser un bien común, observó el director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS) Tedros Adhanom Ghebreyesus.
Aunque la comercialización en sí de las vacunas no deje en lo inmediato a la mayoría de las farmacéuticas una fortuna sideral sí les dará un enorme prestigio, base de grandes ganancias futuras.
A eso hay que sumarle los derechos de propiedad intelectual, que las empresas se están mayormente reservando a pesar de que hayan compartido algunas de sus innovaciones.
“El control sobre quién tiene acceso a la innovación y al conocimiento queda en manos de la empresa”, afirma Ellen ‘t Cohen.
Algunas de las compañías, como la británica AstraZeneca, que trabaja junto a una biotecnológica instalada en la Universidad de Cambridge, y la estadounidense Johnson & Johnson prometieron vender sus vacunas “a precio de costo”, pero eso “mientras dure la pandemia”.
Luego, cuando el Covid-19 se cronifique, deje de ser el drama acuciante que es hoy, AstraZeneca, como las otras productoras de vacunas, podrán volver al mercado “con toda normalidad” y ganar “naturalmente” con quienes más les paguen.
Porque allí está una de las claves del asunto: la naturalidad con que se toma que la cura de enfermedades, que la medicina, sea un sector como cualquier otro sometido a las “leyes del mercado”.
Los propios estados lo toman así, incluso aquellos a los que les quedan mayores jirones de la versión más light, socialdemócrata, del capitalismo.
“La pandemia del coronavirus revela las deficiencias de un modelo social fundado sobre la idea de la rentabilidad económica de la salud, que justifica recortes presupuestales cada vez más duros para el personal de la salud y los pacientes”, destacaba en mayo una nota del mensuario Le Monde Diplomatique.
Las propias y milmillonarias inversiones públicas en el desarrollo de las vacunas se dirigieron fundamentalmente a las empresas privadas: en mayor o menor grado, Astrazeneca-Oxford, Johnson & Johnson, Moderna, Pfizer, Novavax, Curevac, se han financiado con dinero inyectado por los estados.
“Solo cuando los gobiernos y las agencias intervinieron con promesas de financiación (esas compañías) se pusieron a trabajar”, constató el informe de la BBC.
Hasta entonces no veían el negocio: necesitaban invertir mucho dinero en poco tiempo para obtener ganancias atractivas que además –proyectaban, sabían–deberán a mediano plazo compartir con otras empresas que se irán sumando a la lista de desarrolladoras de vacunas contra el Covid-19.
Pero cuando comenzaron a recibir los fondos, y se pusieron a trabajar y empezaron a tener resultados en sus investigaciones sus acciones treparon y sus accionistas ganaron.
Tanto fue así que el CEO de Pfizer, Albert Bourla, vendió el 62 por ciento de sus títulos en la firma, cuyo valor trepó 15 por ciento apenas se supo del éxito de sus ensayos clínicos, y obtuvo una ganancia de 5,6 millones de dólares. Las acciones de Moderna aumentaron a su vez su valor en 50 por ciento, para alegría de sus accionistas.
Y están las otras desigualdades de las que algo se habla pero contra las que poco y nada se hace: las que llevan a que el 60 por ciento de las vacunas estén yendo a los países más ricos, que concentran sólo el 14 por ciento de la población mundial pero pueden pagar más e incluso negociar en mejores términos con las transnacionales de la medicina.
El incumplimiento flagrante por AstraZeneca del contrato firmado con la Unión Europea por la provisión de vacunas ha llevado a los 27 a cerrar filas de una manera que la OMS calificó de “perniciosa””: exigiendo que las dosis producidas en territorio europeo no se exporten hasta que se satisfagan las necesidades propias. El resto que reviente.
“Se está desarrollando un nacionalismo de las vacunas extremadamente preocupante”, dijeron al respecto altos funcionarios de la agencia de Naciones Unidas.
Mientras tanto, hay países que ni miras tienen de comenzar a vacunar a su población y que tal vez no lo hagan hasta 2022 o 2023, en función de que puedan ir pellizcando algo por aquí o por allá o que les vayan llegando las dosis negociadas por la OMS en el marco del mecanismo Covax, previsto para el llamado Tercer Mundo y que recién ahora está muy lentamente arrancando.
Un estudio publicado a mediados de enero por el sitio web Ourworldindata señaló que a comienzos de año 142 países todavía no habían comenzado a vacunar. Solo lo habían hecho 52, que distribuyeron cerca de 54 millones de dosis entre su gente: en la lista figuran los de la UE, Estados Unidos, el Reino Unido, Israel, los Emiratos Árabes, Rusia, China.
La cifra global es muy baja, pero lo es particularmente en algunas zonas del mundo que no tienen además esperanzas de que el ritmo de inoculación cambie mucho a corto plazo. En África, por ejemplo, apenas se habían suministrado 7.000 dosis a sus más de 1.200 millones de habitantes.
Y lo aparentemente absurdo e irracional es que si la brecha se profundiza ni siquiera se va a lograr una inmunidad tal que logre controlar la pandemia, porque los pobres del mundo se seguirán contagiando. Mientras se mueran en sus propios países a quién le importa, pero como seguirán circulando y migrando, tal vez un poco sí algo les preocupe.
“Tengo que ser franco: el mundo está al borde de un catastrófico fracaso moral, y el precio de este fracaso se pagará con vidas y medios de subsistencia en los países más pobres del mundo”, dijo Tedros Adhanom Ghebreyesus, el director de la OMS.
Se puede ir más allá.
Partiendo de una idea del científico británico y jefe de redacción de la revista The Lancet Richard Horton, el filósofo español Santiago Alba Rico apuntó en una nota aparecida recientemente en Rebelión que el mundo no está ante una pandemia sino ante una sindemia, es decir ante “una pandemia en la que los factores biológicos, económicos y sociales se entreveran de tal modo que hacen imposible una solución parcial o especializada y menos mágica y definitiva”.
El capitalismo es la sindemia, decía Alba Rico. “El problema no es, pues, el coronavirus. El problema es un capitalismo ‘sindémico’ en el que ya no es fácil distinguir entre naturaleza y cultura ni, por lo tanto, entre muerte natural y muerte artificial”.
Pero hay como un gran hechizo global que crea un manto de invisibilidad. “Nubes oscuras nos impiden ver”, decía A las barricadas, aquel himno de lucha de los anarquistas ibéricos.
NdE: agrademos a Hidayat Greenfield, secretario regional UITA, Asia, Pacífico, por la información remitida.