El auge de las extremas derechas
No podremos detener el avance del posfascismo y de los populismos de derecha y extrema derecha oponiéndonos a él en nombre de un antifascismo genérico, dice Peter Rossman en este informe, en el que llama a un regreso al pensamiento crítico.
Peter Rossman
28 | 04 | 2023
Foto: Imagen: Carton Club
El 25 de abril, la primera ministra de Italia Giorgia Meloni participó en el acto oficial del Día de la Liberación Nacional, fecha en la que se conmemora el fin del fascismo y de la ocupación nazi.
Al igual que la Agrupación Nacional de Marine Le Pen en Francia (lo que antes fue el Frente Nacional), el partido de Meloni, Hermanos de Italia, tiene lazos directos con las formaciones políticas de la posguerra fundadas por excombatientes y militantes fascistas.
Meloni, como Le Pen (que actualmente lidera la mayor fuerza de la oposición en Francia), se autodenomina “posfascista”. Sin embargo, el Día de la Liberación Nacional, escribió Meloni, es “una celebración de la libertad” y una “afirmación de los valores democráticos grabados en la constitución republicana”.
Unos días antes, el presidente del Senado nacional Ignazio La Russa, elegido por el partido Hermanos de Italia, había dicho que el antifascismo no define a la constitución italiana.
Por su parte, el ministro de Agricultura de Meloni declaró que los italianos estaban ante una “sustitución étnica” en su propio país, evocando la teoría conspirativa de la “gran sustitución” en la que ciudadanos auténticos enfrentan oscuras fuerzas internacionales hostiles que vienen a ‘descristianizar’ la civilización europea o subvertir de otra manera sus supuestas bases culturales.
¿Quiénes son los auténticos Hermanos de Italia y cómo se define, entonces, el “posfascismo”?
Los partidos herederos del fascismo europeo, que supieron ser una minoría marginal, han crecido a lo largo de las décadas hasta convertirse en fuerzas políticas importantes en Bélgica, Francia, Italia, Suecia y Austria, en algunos casos con participación en el gobierno.
El partido Demócratas de Suecia, cuyas raíces se remontan al nazismo sueco, es hoy la segunda fuerza política en el parlamento, y la coalición gobernante de derecha depende de su respaldo legislativo.
Todos estos partidos se definen como posfascistas en su compromiso con la democracia parlamentaria.
En España, Vox emerge como un nuevo protagonista que busca consolidar sus credenciales posfascistas.
Estos partidos suelen ser ubicados dentro del espectro “populista”, que abarca, por ejemplo, a los partidos de derecha que gobiernan actualmente Hungría y Polonia.
Otro punto del espectro estaría representado por el Partido Popular de Suiza, un partido burgués de libre mercado que ha compartido el poder durante décadas en una coalición nacional, pero que se ha vuelto cada vez más radicalizado, adoptando una retórica antimigrantes que compite en estridencia con otras de su tipo en Europa.
Este espectro incluiría a la Alianza por Alemania, la tercera fuerza política de ese país, donde la oposición a la Unión Europea se entremezcla con hostilidad al Islam y a los migrantes, la oposición a la acción climática y la nostalgia nazi.
También incluiría a partidos de Europa del Este, herederos de los antiguos partidos de gobierno comunistas, que se han volcado al nacionalismo de derecha. El espectro es vasto y muy diverso. Difiere del “populismo” clásico latinoamericano de, por ejemplo, Cárdenas en México, Vargas en Brasil o Perón en Argentina, que impulsaban un proyecto nacional muy distinto.
No obstante, podemos encontrar algunos elementos comunes. El populismo actual manifiesta su desprecio por ciertas “elites” vagamente definidas que han traicionado al “pueblo”.
Se autodefine como una reacción contra un “sistema” corrupto e insalvable y al cual se opone desde afuera. Rechaza tanto la socialdemocracia como el conservadurismo burgués tradicional, a los que ve como asociados en pie de igualdad de un “poder establecido” que impone austeridad, inseguridad y miseria cultural.
Las elites que combate pueden ser partidos políticos, funcionarios gubernamentales y burócratas, organismos internacionales que impulsan un programa ajeno a una ciudadanía sin voz y carente de representación significativa, o un establishment cultural que supuestamente promueve valores que no responden a los intereses populares.
No es anticapitalista. Algunas de sus figuras más destacadas son multimillonarios capitalistas. Aboga por un libre mercado sin restricciones normativas y fiscales. No se opone al estado de bienestar como tal, pero busca restringir sus prestaciones a integrantes “merecedores” de una “comunidad nacional” delimitada racial o culturalmente. Quiere “orden público”, un Ejecutivo fuerte, fronteras militarizadas y el fin de la migración.
Al igual que el fascismo clásico, echa mano a un arsenal de ideas reaccionarias: racismo, etnicización de la política, obsesión por las teorías conspirativas y desprecio por el análisis racional, denigración de valores universales y preferencia por soluciones policiales a los problemas políticos.
El fascismo europeo clásico también abrevó extensamente en la fuente del pensamiento reaccionario. Pero es necesario destacar las diferencias. Todo fascista es un autoritario, pero no todo autoritario es un fascista. Y esto incide en la manera en que el movimiento sindical responde al ascenso populista.
El fascismo en su forma más pura surgió en Italia y Alemania como respuesta a crisis profundas que cuestionaban la legitimidad de la democracia liberal y las posibilidades de una acumulación capitalista sostenida.
Fue un movimiento de masas comprometido abiertamente con la destrucción del parlamentarismo y el movimiento sindical a través de la violencia que exaltaba. Tomó las calles como paso previo a la toma del poder político.
Una vez en el poder, eliminó todas las formas de organización autónoma de los trabajadores, así como toda otra organización independiente de la sociedad civil.
Con el partido fascista y el culto al líder, el fascismo sostenía que trascendía las clases sociales y la lucha de clases a través de una comunidad nacional o racial purificada.
Se valía de un anticapitalismo demagógico (por su matiz racial o étnico) y prometía una revolución social a través de la regeneración nacional. Pretendía reactivar la acumulación de capital mediante una fusión del estado y la sociedad dirigida hacia la conquista y la expansión exterior.
En su forma ibérica, Franco y Salazar se basaron en mayor medida en fuentes tradicionales de autoridad social y hubo también variaciones locales (e igualmente nefastas) en otras partes de Europa. Pero este fue el núcleo distintivo del proyecto fascista.
Elementos del pensamiento y la práctica fascistas se propagaron a otras partes del mundo, pero el fascismo nunca se llegó a replicar eficazmente. Algunos elementos se incorporaron cuando resultaron útiles según las circunstancias locales.
En América Latina, por ejemplo, las dictaduras militares han sido la respuesta histórica a las crisis. Eso no significa que estos regímenes sean menos letales; nos previene contra el uso de fascismo como un mero término de abuso.
Si bien podemos, y debemos, cuestionar sus credenciales democráticas, es importante señalar que ningún partido populista o posfascista de Europa llama hoy a la destrucción de la democracia parlamentaria. Por el contrario, una vez en el poder invocan como principal fuente de legitimidad el hecho de que fueron elegidos por la ciudadanía.
No obstante, conviene tener presente que hasta el momento ningún régimen populista ha tenido que enfrentar un desafío social o político de magnitud. Y que en la órbita de todas las formaciones posfascistas hay grupos violentos, como los matones que destrozaron el local de la Confederación General Italiana del Trabajo en Roma hace dos años, y que organizan actos de violencia contra migrantes y minorías en toda Europa.
Los partidos populistas, incluidos los posfascistas, tienen una base de apoyo entre la clase trabajadora mucho más amplia que la que han tenido históricamente.
La Agrupación Nacional de Le Pen se ha transformado en el partido electoral de una parte considerable de la clase trabajadora francesa, aunque esto debe verse en el contexto de una desmoralización política y abstención electoral generalizada en casi todas partes.
Los trabajadores han sido testigos de la complicidad de los partidos socialdemócratas y burgueses tradicionales en la expansión del capitalismo financiero altamente competitivo que viene arrasando desde hace décadas con sus empleos, comunidades y acceso a servicios, socavando las formas tradicionales de solidaridad y vida cívica.
El populismo y el posfascismo se alimentan de la profundización de las divisiones dentro de la clase trabajadora, divisiones entre los trabajadores del sector público y los del sector privado, entre los trabajadores organizados y los no organizados, entre los trabajadores con al menos cierta protección social y aquellos que no tienen protección social alguna, entre los trabajadores que están en la economía formal y los que están por fuera de ella, entre los nativos y los migrantes, todos ellos afectados en forma diferencial por el neoliberalismo.
Cuando ya no se ve al capitalismo como un régimen de explotación —un punto de vista que la izquierda abandonó hace décadas— queda solo la lucha por la distribución, y la distribución dentro de la propia clase trabajadora. Esto crea un callejón sin salida en el que florecen los nacionalismos reaccionarios.
El populismo y el posfascismo se alimentan de la descomposición de la organización tradicional de la clase obrera en un contexto volátil en el que hasta partidos bien arraigados pueden desaparecer de la noche a la mañana.
El ascenso del nacionalismo autoritario a su vez acelera el proceso de volatilidad y crisis.
No podremos detener su avance oponiéndonos a él en nombre de un antifascismo genérico. Se requiere un análisis más profundo y un pensamiento crítico sobre la futura orientación del movimiento sindical y de la democracia misma.
(Especial para Rel UITA)