Lo sospechábamos: ahora lo sabemos
En algún rincón de la pampa húmeda argentina, donde al horizonte lo parten surcos y no edificios, una mujer se inclina con una mano en la cintura y la otra sobre su vientre. No hay dramatismo: solo rutina.
Carlos Amorin
28 | 7 | 2025

Imagen: Allan McDonald’s – Rel UITA
El verde que la rodea no es el de los parques, sino el de los cultivos que alimentan a medio país.
Lo que no sabe —porque no se huele, ni se ve, ni duele al principio— es que el aire que respira, el agua que bebe y los alimentos que come llevan consigo una mezcla invisible.
Una combinación de nombres impronunciables que no vienen del recetario de la abuela, sino de los manuales del agronegocio: triazoles, clorpirifos, glifosato. Agrotóxicos.
Un cóctel potencialmente letal que viaja por su sangre hasta alojarse, como un huésped indeseado, en la placenta.
Una investigación publicada el 19 de julio y liderada por científicos de la Universidad Nacional del Litoral, en la provincia de Santa Fe, Argentina, ha sacudido las sospechas con la contundencia de lo evidente.
Lo que intuían los cuerpos hace años, hoy tiene cifras, tablas y porcentajes: las mujeres embarazadas expuestas a mezclas de agrotóxicos tienen un riesgo significativamente mayor de sufrir complicaciones durante la gestación, en comparación con aquellas expuestas a un solo agrotóxico.
Es más: el 64 por ciento de las 90 mujeres monitoreadas en Santa Fe tenía más de un agrotóxico en su organismo, y de ellas, el 34 por ciento padeció algún tipo de complicación. Sí. Un tercio. Uno de cada tres embarazos afectados. Como quien lanza una moneda al aire esperando que no salga cruz.
Los síntomas no son una metáfora: hipertensión gestacional, restricción del crecimiento intrauterino, bebés que no alcanzan el peso esperado, sueños que no llegan a nacer completos.
A primera vista, las cifras parecen una estadística. Pero detrás hay nombres, casas de bloques sin revocar, libretas sanitarias tachonadas, partos prematuros y silencios incómodos en la consulta del hospital.
La investigación no se queda en lo anecdótico. Se detectaron más de 40 tipos de agrotóxicos en las muestras de orina.
¿Dónde está el origen? En el suelo, claro. En las hortalizas y frutas que salen de esas tierras donde se cultivan más de una docena de variedades: lechuga, repollo, zanahoria, papa, frutillas.
En los rociadores de los “mosquitos” y drones que rocían al amanecer, al mediodía, al atardecer. Pero también en el plato de cada hogar, rural o urbano.
Porque el agrotóxico no conoce de códigos postales. Aunque sí sabe dónde pegar más fuerte: en las zonas rurales, el 70 por ciento de las mujeres tenía mezclas de agrotóxicos, frente al 55 en zonas urbanas. Las rurales, además, tenían el doble de probabilidad de sufrir complicaciones en el embarazo.
La ciencia tiene una palabra para esto: exposoma. Un concepto que incluye todas las exposiciones ambientales que enfrentamos a lo largo de la vida.
Los investigadores lo repiten como un mantra: no se puede seguir estudiando los agrotóxicos de manera aislada.
Las regulaciones —esas que supuestamente nos protegen— están diseñadas pensando en un químico a la vez. Como si en el cuerpo humano existieran compartimentos estancos. Como si la vida fuera un experimento de laboratorio y no un entramado caótico donde todo convive.
Y ahí está la otra cara del problema: la regulación. O, mejor dicho, la falta de ella.
Nathan Donley, del Centro para la Diversidad Biológica, lo dijo sin rodeos: “La exposición a mezclas de agrotóxicos es la regla, no la excepción. Y en general, no tenemos ni idea de cómo interactúan esas mezclas dentro del útero”. La ignorancia, esta vez, no es una excusa. Es una negligencia sistemática.
Estados Unidos, por ejemplo, rara vez regula las mezclas. Asumen que todo es seguro… hasta que alguien muere.
El estudio tiene limitaciones —lo admiten sus propios autores—: una muestra pequeña, contexto localizado. Pero las pistas que arroja son poderosas. Como una linterna encendida en un túnel. Reclaman más biomonitoreo, más vigilancia, más coraje político.
Porque esto no es solo un problema de salud, es un dilema ético. ¿Qué tipo de desarrollo estamos dispuestos a sostener si para cosechar más rápido estamos envenenando los úteros?
La historia de los agrotóxicos en América Latina no es nueva, pero ahora se vuelve más íntima. Ya no es solo el campesino intoxicado que vemos en los noticieros. Es una mujer cualquiera. Tu vecina. Tu hermana. Tu madre. Vos.
Cada cuerpo gestante es hoy un territorio en disputa, una frontera entre el lucro y la vida.
Y mientras los camiones cargan la próxima cosecha, mientras los drones sobrevuelan campos rociando venenos con nombres técnicos y efectos devastadores, una pregunta permanece: ¿cuánto tiempo más estamos dispuestos a normalizar lo inaceptable?
Porque quizás la próxima estadística sea una historia que nos toque más cerca. Y ya será tarde para mirar a otro lado.
Porque hay momentos en los que no basta con sembrar. También hay que saber qué estamos cultivando.