La IA al servicio de la barbarie
En un mundo cada vez más interconectado, la guerra ya no necesita ejércitos masivos ni largas trincheras. Hoy, basta una línea de código o un enjambre de drones para desatar la destrucción.
Gerardo Castillo
11 | 6 | 2025

Foto: Gerardo Iglesias
Mientras el discurso diplomático languidece, las potencias militares invierten cifras récord en armas, sistemas autónomos, ciberataques y vehículos no tripulados.
Estados Unidos, China, Rusia y Alemania lideran este rearmamento, pero no están solos. Países como Turquía y Polonia han acelerado su gasto militar, transformándose en actores regionales con capacidad ofensiva significativa.
El repliegue parcial de Estados Unidos dentro de la OTAN ha generado inquietud en Europa. A esto se suma la agresión rusa en Ucrania, que reactivó el miedo a un imperialismo postsoviético.
Como en la Guerra Fría, el mundo vuelve a alinearse en bloques, no por afinidad ideológica, sino por cálculo estratégico, desconfianza y temor.
En el siglo XXI, los conflictos se libran también en mercados, redes digitales y satélites. Los recursos estratégicos —energía, cereales, materiales raros y datos— se han convertido en armas de presión.
Los bloqueos económicos y la interrupción de cadenas de suministro funcionan como balas silenciosas en guerras sin uniformes.
El control de la tecnología es clave. La inteligencia artificial, los algoritmos predictivos y los drones autónomos son parte del nuevo arsenal.
Robots terrestres que colocan minas, recogen heridos o transportan municiones, ya no son prototipos: son realidad operativa en zonas de conflicto.
En palabras simples: la máquina ya no solo ayuda al ser humano a matar, también lo sustituye.
El Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI) reveló que el gasto militar global alcanzó en 2023 la cifra récord de 2,44 billones de dólares. Buena parte de ese dinero se destina a modernizar fuerzas armadas con inteligencia artificial y ciberseguridad ofensiva.
Hoy, un ciberataque bien coordinado puede paralizar un país: cortar el suministro eléctrico, interferir en elecciones, colapsar sistemas de salud o desestabilizar gobiernos.
Los hackers estatales y el espionaje digital son armas tan letales como los misiles.
Los organismos multilaterales están debilitados.
El derecho internacional y los derechos humanos —que surgieron tras el horror de las guerras mundiales— ya no son garantía de contención. La impunidad en conflictos como Gaza, Siria o Ucrania evidencia que el mundo ha normalizado la barbarie.
Las democracias liberales también enfrentan amenazas internas. La radicalización política, especialmente de sectores de ultraderecha, promueve discursos que justifican el autoritarismo en nombre de la seguridad y la soberanía nacional.
Mientras tanto, las migraciones forzadas, las heridas coloniales no cerradas y el uso de la historia como arma propagandística complejizan aún más el escenario global.
Detrás de cada conflicto hay intereses económicos. La industria armamentista necesita guerras para vender.
El endeudamiento militar, la dependencia tecnológica y, finalmente, el negocio de la reconstrucción son parte de un ciclo planificado.
El modelo es claro: se desestabiliza, se destruye, se conquista el control de los recursos naturales y luego se reconstruye… con contratos millonarios entre aliados.
La guerra, lejos de ser una anomalía del sistema, se ha convertido en una herramienta funcional del poder global.
La paz ya no se valora; estorba. Y la tecnología, en lugar de ser símbolo de progreso, es asistente de la barbarie.
En este contexto, urge repensar la ética del desarrollo tecnológico, rescatar los principios del derecho internacional y reconstruir una cultura de paz que no sea solo discurso, sino proyecto político y civilizatorio.